domingo, 16 de diciembre de 2012

Érase una vez Hans Christian Andersen

Érase una vez Hans Christian Andersen | Cultura | EL PAÍS

Érase una vez Hans Christian Andersen

El hallazgo del considerado primer cuento del autor de ‘El patito feo’ arroja nueva luz sobre su obra ‘La vela de sebo’ pudo ser escrito por su creador cuando tenía 18 años




Años antes de publicar La sirenita, El patito feo, La pequeña cerillera y centenares de relatos que lo convertirían en un clásico de la literatura infantil, un joven Hans Christian Andersen concibió la historia de una vela que no hallaba su lugar en el mundo hasta que una caja de cerillas acudió a su rescate, iluminándola y dotándole de todo su sentido. El primer cuento que escribió el entonces estudiante danés ha permaneció inédito durante casi dos siglos, hasta su reciente descubrimiento en un archivo familiar. Un hallazgo que ha sido calificado de “sensacional” en su patria natal.
El historiador local Esben Brage localizó el manuscrito hace apenas dos meses y, a pesar del corto espacio de tiempo transcurrido, diversos conocedores en la obra de Andersen (1805-1875) acaban de validar su autenticidad. Es el caso de Ejnar Stig Askgaard, principal responsable del Museo de la Ciudad de Odense (la ciudad danesa donde apareció la copia a mano del texto de Andersen) y experto en la obra del escritor. “Sin duda, este cuento de hadas debe ser contemplado como el relato más temprano de todos los escritor por Hans Christian Andersen; en él, el joven autor nos habla de la importancia que tiene la autenticidad de las cosas, la autenticidad del interior de nuestra mente frente a la poca trascendencia de la apariencia externa de las cosas”, explicaba ayer Askgaard a este diario.

Bajo el título The tallow candle narra la historia de esa vela de sebo decepcionada por el abandono y la incomprensión, pero que finalmente logra hallar su lugar en el mundo. Junto al enorme valor de tratarse del primer título del célebre cuentista, su hallazgo demuestra que el futuro novelista y poeta estaba interesado en el género infantil desde su juventud y bastante antes de conocer la fama. Así lo sostuvieron ayer algunos de los mayores expertos en la obra de el creador de El soldadito de plomo, entre ellos el mencionadoEjnar Stig Askgaard, quien expresó al diario danés Politiken su absoluta certeza sobre la rúbrica de La vela de sebo.
La primera página del cuento de Hans Christian Andersen. / AFP
Escrito en tinta sobre papel amarilla, el documento fue encontrado en el fondo de una caja que contiene parte de los archivos de una familia danesa, los Plum. No se trata del primer original escrito por Andersen, sino de una copia que encierra una pequeña historia (real). Durante su niñez, el autor contaba sus confidencias a la viuda de un vicario, Madam Bunklefod, a quien años más tarde quiso dedicar su primer cuento: “Para Madam Bunklefod de su devoto H. C. Andersen”, reza la inscripción que el joven adjuntó el manuscrito. La familia heredera de la dama hizo una copia del mismo (en la que también incluyó aquella dedicatoria del autor) y la envió a unos familiares cercanos, los Plum, en cuyo legado ha permanecido desde entonces. Nadie había reparado en ella y en el valor que encerraba, hasta que tan solo hace unas semanas, el historiador danés Esben Brage dio con lo que en principio parecía un simple pedazo de papel.
A decir de los expertos que han examinado minuciosamente el texto, el relato de la vela carece de la calidad y madurez de otras obras que grabaron en mayúsculas el nombre de H.C. Andersen, pero nos abre una importante ventana a sus primeros pasos en el arte del cuento. La pequeña y entrañable historia de la vela fue probablemente escrita entre 1822 y 1826, esta última fecha tres años antes de que el escritor sellara su debut literario. Sucedió a aquel estreno una extensa obra jalonada, entre otros, por más de 160 cuentos, por títulos como Las zapatillas rojas o El traje nuevo del Emperador que han sido y siguen siendo leídos por generaciones y generaciones de niños.

El hallazgo del manuscrito permite sumar un nuevo título a la dilatada obra de un autor universal. “Se trata de un cuento muy moralista, bastante sentimental y sobre todo consigue que un objeto material cobre plena vida”, valoró para el diario The Guardianla autora británica y especialista en cuentos infantiles Sara Maitland sobre el relato del inocente encuentro entre una vela y una caja de cerillas que logra insuflarle las ganas de vivir. “Es un relato muy, muy Andersen, no conozco a otro escritor que sepa conseguirlo de ese modo”, apostilló una Maitland que se declaraba extraordinariamente sorprendida por el hallazgo: “¿Cómo ha podido ese cuento estar tanto tiempo escondido en una caja? Me fascina que nadie lo haya descubierto antes, cuando el mundo está lleno de expertos en la obra de Hans Christian Andersen”
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Añoranza del paraíso

Lo imagino una tarde fría de invierno de hace poco menos de doscientos años. Hace frío en Odense. El viento mece los tilos fuera de la casa y el pequeño Andersen imagina una canción. Está sentado en el suelo y cose un vestido para sus muñecos. Su madre remienda una camisa a su lado. El niño alza la vista y mira las manos enrojecidas de la mujer. Es lavandera y las aguas heladas del río le agrietan la piel.
Su padre le ha hecho un pequeño teatro de títeres y él prepara una representación con una historia que se ha inventado. El protagonista es un pato de pico desproporcionado que su abuelo loco ha tallado en madera. Se sitúa detrás del escenario para que no se le vea mover los muñecos, lo ha visto hacer así en la plaza de Flakhaven. El escenario es un delantal de su madre colgado entre la mesa y un taburete. La función comienza. Andersen sueña con ser actor...


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La obra que le abrió a Andersen las puertas del parnaso fue escrita después de los treinta años. Relatos como La sirenita, El traje nuevo del emperador y otros muchos son una invitación a volver al cuarto de los juguetes. Despiertan nuestra capacidad de asombro, como hacía la madre del Patito feo cuando animaba a sus crías a mirar las hojas de los árboles pues creía que el verde era bueno para los ojos.
La miseria con la que convivió el pequeño Andersen, la locura y el alcoholismo presentes en su familia, el desprecio que sufrió por parte de los poderosos y el descubrimiento tardío de su verdadero don, no fueron suficientes para hacerle olvidar su añoranza del paraíso perdido. Quizá fuera su vida un viaje de retorno a aquella infancia donde empezaron a crecer sus sueños.
Hans Christian Andersen nació en una ciudad cuyo nombre invita a la ensoñación. Odense viene de Odín, aquel dios mitológico tuerto que dio uno de sus ojos en compensación por haber recibido tanto saber. La casa en la que creció se reducía a una sola habitación donde se repartían el espacio el taller de zapatero de su padre, la cama que éste había hecho con los restos de un catafalco y el banco donde dormía él. Fue en ese exiguo lugar donde el futuro fabulador empezó a inventar sus historias. Jugaba con sus muñecos, compañía que prefería a la de otros niños. En el tejado de la vivienda su madre tenía un cajón con tierra en el que cultivaba hortalizas y algunas plantas que traía la abuela del asilo municipal. Aquel jardín en miniatura es el mismo en el que Gerda y Kay cuidaban sus rosales antes de que llegara La reina de las nieves.

También en su casa escuchó

por primera vez el escritor las historias de Sherezade de boca de su padre. De él recordaría que las pocas veces que le había visto reír era cuando leía. Era un hombre fantasioso que se sentía víctima de la injusticia por no haber sido nunca admitido en el gremio de los zapateros. Leía la Biblia y meditaba en voz alta sobre ella para espanto de su mujer y su hijo, que consideraban blasfemias todo lo que decía. En una ocasión amaneció con algunos rasguños que se había hecho con un clavo de la cama, Hans Christian creyó que el diablo le había ajustado las cuentas por la noche para dejarle clara su existencia.
La madre de Andersen era supersticiosa y muy religiosa. Siendo el escritor muy pequeño, un soldado español le dio a besar una medalla, la mujer la tiró porque ésas eran cosas de católicos. Cuando murió su marido pensó que se lo había llevado la señora del hielo. Se refería a la imagen de una muchacha que el padre de Andersen decía haber visto en el hielo de la ventana. En 1811 pasó un cometa. La mujer presintió que iba a destrozar la Tierra y que traería grandes desgracias. El pequeño Hans recogió este suceso en el cuento El cometa. Su madre había tenido una infancia muy difícil. Mendigó por las calles al igual que le ocurría a La niña de los fósforos. El escritor reflejó la relación de su madre con la bebida en el relato No era buena para nada.
Andersen era feo y larguirucho, aunque reconocía que cuando su madre le peinaba con jabón su frondosa cabellera rubia "estaba hecho un primor". Era de natural soñador y taciturno no exento de vanidad, rasgo que se veía satisfecho con las representaciones de teatro que inventaba para sus vecinos y las charlas que improvisaba. En una ocasión, mientras hacía alarde de la claridad y timbre de su voz, le insultaron llamándole mujercita. A los quince perdió su voz de niño y como La sirenita, no volvió a cantar.
Solía acompañar a su abuela paterna al hospital de los locos donde ella trabajaba como hortelana. La anciana decía provenir de una familia adinerada que había caído en desgracia al perder sus tierras. A su abuelo los niños le seguían por las calles con gran jolgorio porque llevaba un tricornio de papel. Su nieto se escondía por miedo a que también se burlaran de él. Sabía que compartían la misma sangre.
Al pequeño Hans Christian le gustaba decir que sus orígenes eran nobles y que algún día el emperador de China saldría de debajo del río de Odense para colmarle de riquezas. Padeció los insultos de la gente que a veces le acusaban de estar chiflado como su abuelo. Siempre se sintió un marginado y se mostraba servil y sumiso con los poderosos. El día de su confirmación el párroco le humilló ante todos los niños haciéndole sentarse al fondo de la iglesia porque era el más pobre.

Cuando su padre murió, a resul-

tas de las secuelas que le dejó la guerra, su madre se volvió a casar. La mujer pensó que había llegado el momento de que su hijo tuviera un oficio e insistió para que se hiciera sastre. Pero Andersen tenía muy claro que quería ser famoso. Cuando decidió irse a Copenhague para probar suerte en el teatro, le resumió a su preocupada madre la fórmula que le llevaría al éxito: "Primero hay que pasar penalidades sin cuento y luego uno se hace famoso". La mujer decidió llevarlo a una curandera para que le leyese el porvenir. Se quedó más tranquila cuando la adivina le comunicó que el muchacho llegaría a ser un hombre importante y que algún día la ciudad se iluminaría en su honor, como luego resultó ser cuando lo nombraron hijo ilustre de Odense.
Tenía 14 años cuando se marchó a Copenhague y apenas si sabía leer y escribir. En el futuro se convertiría en uno de los personajes más retratados de su época y uno de los escritores más viajeros del siglo XIX. Realizó 29 viajes al extranjero, incluida España. Siempre llevaba una cuerda en la maleta para salvarse si había un incendio. Dejó memoria de los lugares que conoció en algunos libros.
Él es el soldadito de plomo, la princesa del guisante, el estudiante de las flores de la pequeña Ida, la sirenita, el niño que vio desnudo al emperador, el patito feo, el abeto siempre nostálgico hacia su pasado. Escribió de sí mismo "soy como el agua, a la que todo agita y en la que todo se refleja".
Anne Serrano es autora de la novela para niños La caja de Andersen.

Cuentos de nunca acabar


Con pocas excepciones, los inventores de los cuentos que seguimos contando a lo largo de los siglos son anónimos. Quienes imaginaron por primera vez las aventuras de Ulises y de Simbad el marino, de Edipo y del rey Arturo, de Fausto y de Don Juan no creyeron que fuera necesario firmar sus obras; tal vez les sorprendería saber que hoy asociamos sus invenciones con el prestigio de la literatura. Las excepciones, sin embargo, son honrosas y, para mí, conmovedoras. Poder ponerle un nombre y una cara a quienes una cierta noche soñaron con el conde Drácula o con el monstruo de Frankenstein, con Alonso Quijano o con el desdoblado doctor Jekyll, saber a ciencia cierta que estos magos se llamaron Bram Stoker, Mary Shelley, Cervantes o Robert Louis Stevenson, tiene algo de inaudito, de imposible. Aceptamos que Blancanieves y Caperucita sean apadrinados por los hermanos Grimm (quienes célebremente fueron sus recopiladores); más difícil es creer que la Reina de las Nieves y la enamorada Sirenita fueran la obra de un inspirado danés llamado Hans Christian Andersen.

A pesar de la engorrosa visita, Dickens nunca dejó de admirar los cuentos del danés cuya invención le maravillaba. Sin duda, Andersen se inspiró en leyendas populares oídas en su infancia. En Odense, su ciudad natal, habría escuchado de boca de sus padres y de sus abuelos fábulas y cuentos de hadas, y de los locos del asilo donde su abuela trabajaba y donde el niño pasaba horas enteras, los sueños y pesadillas de posesos y hechizados. Según señalan los especialistas, en una de sus primeras historias, La yesquera maravillosa, publicada cuando Andersen había cumplido ya los 29 años y se hallaba en la más penosa miseria, hay ecos de un cuento folclórico escandinavo, La candela embrujada. Tal ascendencia es probable, como es probable que no exista obra alguna, por más original que nos parezca, enteramente impune de tradición. Lo cierto es que si La pequeña vendedora de cerillas, El ruiseñor del emperador de China, Los zapatos rojos fueron inspirados por narraciones más antiguas, Andersen supo darles la forma justa que los convirtió, para nosotros, sus lejanos lectores, en memorables.naje de uno de sus cuentos, Andersen fue hijo de una lavandera y de un zapatero, que quiso ser hombre de teatro, que creyó que sus atiborradas novelas, melodramáticas obras teatrales, lacrimosos libros de poemas, severas crónicas de viajes y varias jactanciosas autobiografías le otorgarían fama literaria, que juzgaba sus cuentos meras smaating o pamplinas. El hecho de que lectores del mundo entero sólo conocieran y admiraran estas últimas, nunca dejó de atormentarlo. Charles Dickens, cuyos Cuentos de Navidad deben mucho a Andersen, quiso conocerlo y lo invitó a pasar un tiempo en su casa de Londres. Andersen, para quien Dickens era "el autor más grande del mundo", aceptó entusiasmado y permaneció más de un mes en casa del novelista. Para la familia de Dickens, la visita fue una pesadilla. Como Andersen decía perderse fácilmente en los laberintos de Londres, se quedaba días enteros en el salón recortando innumerables muñequitos de papel o haciendo ramitos de flores que prendía a escondidas a los sombreros de sus anfitriones. Mientras tanto, hablaba sin parar, pero nadie entendía lo que decía. "En francés o en italiano, es un salvaje; en inglés, un sordomudo", se quejó Dickens a un amigo. "Mi hijo mayor dice que no hay oído humano que pueda reconocer su alemán ¡y su traductora opina que no sabe hablar danés!". Cuando por fin se despidió, Dickens puso un cartel en el cuarto de su huésped que decía: "Aquí durmió Hans Christian Andersen durante cinco semanas que para mi familia fueron eternidades".

¿Qué es esa forma? Como tan

tas historias que adquieren misteriosamente inmortalidad literaria, los cuentos de Andersen se recuerdan mejor que se leen. Quiero decir: en la página, una cierta intención moralizadora, un dejo de cursilería, un humor algo pedestre y toda suerte de convenciones retóricas obstaculizan la lectura. Leídas en la infancia, cuando somos capaces de leer sin que nos ofusquen las manías del autor, o en el caritativo recuerdo que tanto olvida o perdona, estas trampas del estilo desaparecen y el cuento queda, destilado y pertinaz. No necesito volver al texto para sentir, aún hoy, el delicioso terror que me causó hace ya medio siglo la historia de la niña que pisó un pan para no ensuciarse los zapatos y que, hundida como castigo en el lodo, oye que otros niños cantan su terrible historia. No me hace falta releer el cuento de la ropa nueva del emperador o el Bildungsroman del patito feo para aplicar sus lecciones a tantos momentos de mi vida. ¿Y cómo olvidar la historia del viajero acompañado por un misterioso desconocido que se revela ser alma de un hombre que ha muerto pero que también (lo siento a mi lado mientras escribo) es otra cosa?
Desconozco la fecha precisa en la que leí los cuentos de Andersen por primera vez; me parece conocerlos desde siempre. Los conozco, pero (como la mejor, la mayor literatura) no los entiendo del todo. No logro seguir paso a paso la saga de la pequeña Gerda en busca de su amigo Kay, el de la astilla de cristal en el corazón; no sé por qué el hermano menor de la princesa se ve condenado, al acabar la historia, a conservar una triste ala de cisne, no me explico el trágico final del soldadito de plomo. Siento sin embargo que estas historias son necesarias, que no podrían suceder de ninguna otra manera y que yo, que tantas otras he leído, no sería capaz de concebir el mundo sin ellas.